El vampirismo contemporáneo
Gustavo D. Perednik
Tres parámetros para reconocer la judeofobia
El Catoblepas 84 (febrero 2009)
El nuevo rebrote de judeofobia a partir de la operación Plomo Fundido es instigado desde Irán, para que sirva de fermento a una involución islamista mundial que busca retrotraernos al Medioevo. Su método es la demonización del judío de los Estados, el único de entre doscientos al que se le prohíbe defenderse y se le exige justificar su existencia.
Analizaremos aquí los tres criterios eficaces permiten reconocer dicha judeofobia, a saber: la obsesión, la coprolalia y el maniqueísmo.
1. La obsesión: sólo la conducta del hebreo es monitoreada con lupa por el judeófobo. Mientras pasa por alto conflictos que cobran cientos de miles de muertos, y atrocidades y excesos cometidos por muchas naciones, magnifica como si fuera una hecatombe cualquier muerte atribuible a Israel
De todos los gobiernos del mundo, sólo en el judío un juez español ha encontrado crímenes de lesa humanidad. El régimen iraní, del que la Justicia argentina ha demostrado que fue el perpetrador directo de dos monstruosos atentados en el centro de Buenos Aires, escapa al juez Fernando Andreu. Como lo hacen el resto de los gobiernos del planeta, y todos los verdaderos crímenes de lesa humanidad que diariamente comenten los enemigos de Israel, y que dejan a Abreu y a sus colegas curiosamente apáticos. La Audiencia Nacional de España jamás se ocupó de un solo crimen de las dictaduras islamo-fascistas, que causaron nada menos que once millones de asesinados árabes (pero a manos de otros árabes, lo que concede impunidad).
El único «crimen contra la humanidad» que perciben es la muerte de un terrorista culpable del asesinato de decenas de israelíes, quien se refugiaba entre civiles musulmanes.
Eric Hoffer (1902-1983), llamado «filósofo de la autoestima», lo explicaba en un artículo publicado hace cuarenta años, que pareciera haber sido escrito ayer: «Lo qué está permitido a otras naciones, les está prohibido a los judíos. Otras naciones erradican a cientos, incluso millones de personas, y no hay ningún problema de refugiados. Rusia lo ha hecho, Polonia y Checoslovaquia lo hicieron, Turquía deporto a un millón de griegos, y Argelia a un millón de franceses. Indonesia arrojó ¿cuántos chinos? –y nadie habla de refugiados. Pero en el caso de Israel, los árabes, que escaparon por voluntad propia, se hicieron refugiados eternos».
2. La coprolalia: el judeófobo, muchas veces inconsciente de su odio, no puede evitar desbordarse en lenguaje soez. Sólo el judío genera en él una adrenalina que lo eyecta desde la discusión razonada hacia la terminología más desmesurada y el vituperio. Comienza planteando un problema («la ocupación») pero termina casi irremediablemente en describirnos como «país nazi», «cáncer de Oriente Medio», y otros epítetos que nos reserva en exclusividad. Lo que de otro país se percibe como una operación militar, buena o mala, de Israel es visto como «limpieza étnica» o una matanza feroz. Al respecto, cuando el historiador Arnold Toynbee se refirió a los refugiados palestinos, adujo que es «un desastre mayor que el perpetrado por los nazis».
El 20 de enero pasado, Trine Lilleng, una diplomática noruega de alto rango, dedicó días a fabricar un fotomontaje que equipara a Israel con los nazis. La obscenidad fue enviada a miles de personas desde la embajada noruega en Arabia Saudí, bajo el lema de que «los nietos de los sobrevivientes del Holocausto le hacen lo mismo a los palestinos».
El abuso del lenguaje se ve especialmente en el término «genocidio», acuñado por el abogado judío Rafael Lemkin para definir el martirio israelita en la Segunda Guerra Mundial (y que diera su nombre a la Comisión que acompañó a los Juicios de Nürenberg). Hoy en día pareciera tener dos definiciones alternativas: a) la matanza sistemática y deliberada de cientos de miles de personas pertenecientes a un mismo pueblo, o b) la muerte de algunos palestinos.
(Vaya la salvedad de que la segunda alternativa se restringe sólo a aquellos casos en que la responsabilidad pueda atribuirse a Israel; en toda otra matanza de palestinos, la definición tampoco se aplica.)
Así, la Audiencia Nacional de España llama «genocidio» a la muerte de las 14 (catorce) personas que acompañaban al jefe militar de Hamás, Salaj Shjadeh, responsable directo del asesinato de decenas de civiles israelíes y turistas extranjeros. Además, denomina «asesinato» al ajusticiamiento de Shjadeh por parte del Ejército de Defensa de Israel.
La coprolalia tiene un objetivo: habituar a la gente a que el Estado de Israel pueda eventualmente ser destruido. La propaganda que otrora mostraba a los judíos como un virus infeccioso generó en Alemania un adormecimiento moral que facilitó el Holocausto. Hoy le toca al judío de las naciones: deslegitimarlo en su esencia permitiría eventualmente aceptar sin sobresaltos la andanada final de los ayatolás para borrar a Israel del mapa.
3. El maniqueísmo: todo lo que haga Israel, es malo por definición. Para el judeófobo, como Israel siempre carga con todas las culpas, las agresiones contra los israelíes pasan olímpicamente inadvertidas. Miles de israelitas que sufrieron los atentados de suicidas en discotecas y fiestas de cumpleaños, son soslayados hasta el regodeo. El judeófobo es incapaz de ver ninguna injusticia o atropello que agreda al país hebreo. A mediados de este mes, el ministro Miguel Ángel Moratinos visitó a Siria, principal aliado de los ayatolás, a quien el huésped atribuyó "un fuerte compromiso con la paz». Agregó que su gobierno «ha pedido el alto el fuego desde el primer día". Esta cronología es muy reveladora: para Moratinos «el primer día» del enfrentamiento fue la contraofensiva israelí; nunca notó que durante ocho años el Hamás disparaba obuses sobre la población civil hebrea. La peculiar definición de «primer día de la guerra» es: cuando el agredido Israel comienza a defenderse.
Proporciones vampirescas
Los tres factores antedichos permiten rastrear y reconocer la judeofobia, que debe ser denunciada en sus mitos. Éstos, en nuestra época, han sido o bien reciclados (la religión judía era vengativa, ahora lo es el sionismo; el judío era dominador, ahora lo es Israel; &c.), o bien inventados para la nueva situación.
Uno de los nuevos mitos que se repite usualmente es la de la desproporcionalidad de las acciones israelíes.
Fiel al criterio de la obsesión, dicho argumento jamás se revisa en la acción Aliada contra Alemania durante la Segunda Guerra, ni en la guerra contra los Talibanes, ni a la represión rusa de los chechenios. Sólo cuando Israel combate debe ser tan precavida como para dejar correr la sangre de sus ciudadanos en la misma medida en la que nuestros enemigos abandonan a los suyos.
Alan Dershowitz ha denostado la absurda la aplicación del principio de proporcionalidad al hecho de que mueran más terroristas de Hamás que los civiles israelíes muertos por los cohetes del grupo terrorista. Primeramente, porque no hay equivalencia legal entre el asesinato deliberado de civiles inocentes y la colocación de terroristas del Hamás como blanco. Las leyes de guerra no limitan el número de combatientes que puede matarse para prevenir el asesinato de civiles inocentes. En segundo lugar, la proporcionalidad resulta del riesgo impuesto. El 30 de diciembre pasado un mortero de Hamás cayó en un jardín infantil en Beer Sheva, justo en el momento en que los niños estaban protegidos. ¿Cuántos intentos de matar párvulos judíos debería absorber Israel, antes de proceder contra el Hamás?
Agreguemos que «desproporcionado» es aquello que podría logar su objetivo en una menor medida. Si el objetivo de la guerra era liberar a los soldados israelíes secuestrados, o detener el ataque de los cohetes del Hamás, éstos no fueron logrados, por lo que la «desproporcionalidad» sería inversa.
Pero Moratinos insistió, desde Siria, en que tendría un «diálogo franco» con el Gobierno israelí, en línea con la oposición de Zapatero a la «desproporcionada» contraofensiva hebrea.
La intención oculta de muchos de los que blanden el principio de la proporcionalidad, es ver más sangre judía derramada. Así podría cumplirse el principio. En una especie de vampirismo reformulado, los motiva, como al Hamás, el deseo de que más civiles judíos mueran. Y en ello, después de todo, consiste la judeofobia desde sus albores.
Máximo Kahn, un intelectual judío escapado de Alemania, escribió en 1944: «La muerte de los judíos es, quizá, la más enigmática de todas las muertes; ciertamente es la más acusadora. Durante dos mil quinientos años se ha venido matando a los judíos en vez de permitir que mueran... Se empezó a matar judíos con tanto éxtasis que la muerte natural ya no les causó terror... los judíos se agarraron a la muerte natural como si fuera vida, como si fuera luz del sol, canto de pájaros, fragancia de flores o amor. Nada les pareció tan apetecible como poder morir sin huellas de homicidio en el cuerpo. Su vida se convirtió en esperar la muerte. Es de extrañar que la palabra judío no se haya vuelto sinónimo de moribundo ».
Algo similar podría decirse del Israel de hoy. No queremos morir de muerte natural, pero el sufrimiento «normal» termina siéndonos aceptable debido al sufrimiento artificial con el que nuestros enemigos nos han castigado desde el comienzo, protegidos por la miopía de los medios y de ciertos intelectuales.