En el eterno debate entre ateos y religiosos referido a la existencia de D's o a la necesidad de la religión organizada, los primeros suelen adoptar una postura crítica sustentada en la, digamos, ofensiva del cuestionamiento, que automáticamente pone al hombre de fe a la defensiva.
El ateo se ubica en un pedestal superior desde el cual exige respuestas a sus muchas preguntas incisivas, acorralando al creyente con un torrente de interrogantes para los cuales, sencillamente, no hay respuestas simples. El planteo ateo tradicional, sin embargo, adolece de serias incoherencias, y exponerlas adecuadamente facilitaría un abordaje menos apasionado a propósito de temas tan esenciales como complejos.
El ateo suele afirmar que la divinidad es un misterio, y que, en consecuencia, toda afirmación certera a propósito de la existencia de D's es poco menos que dogmática, si no directamente arrogante. Muy habitualmente, postula que D's ha sido una creación del hombre a partir de una necesidad muy interna de encontrar cierta explicación al desorden histórico. Es decir, la divinidad como invento humano, como ficción sin sustento racional.
Pero esto en sí mismo constituye una afirmación –la afirmación de que D's es un cuento–, y eso de misterioso no tiene nada. Si la divinidad es un misterio, tal misterio debería serlo para ambos lados. Si es dogmático afirmar la existencia de D's, no lo debería ser menos afirmar su inexistencia. Si recae sobre el creyente el peso de explicar la persistencia del mal en la tierra, sobre el ateo recae el de explicar la persistencia del bien. En palabras de Milton Steinberg:
Si el creyente tiene sus problemas con el mal, el ateo tiene que bregar con dificultades más graves. La realidad también lo golpea, dejándole frustrado no por una sino por muchas, desde la existencia de la ley natural, pasando por la astucia del insecto, hasta el cerebro del genio y el corazón del profeta.
El ateo muy habitualmente esgrime las barbaridades perpetradas por el hombre en nombre de la religión como ejemplo de la naturaleza dañina de los sistemas religiosos. La Inquisición católica del Medioevo y la yihad islámica, ambas llevadas a cabo bajo el signo de D's, indudablemente han causado estragos en la humanidad. La explicación del creyente consiste en recordar que no fue la religión la responsable, sino lo que en su nombre se ha hecho. Irwin Cotler es un exponente de esta posición:
No ha sido la religión la que nos ha traicionado, sino que hemos sido nosotros los que hemos traicionado a la religión.
Pero antes de llegar allí existe, en materia de argumentación, una inconsistencia que merece señalarse. Es innegable que ha habido inmoralidad en las religiones, y que ha habido individuos religiosos profundamente inmorales. Pero es igualmente innegable que muchas de las ideologías seculares han fracasado éticamente al remover todo vestigio de moralidad religiosa de sus proclamas meta-históricas. Ideologías ateas y anti-religiosas como los comunismos chino y soviético o el nazismo alemán provocaron la muerte de más de cien millones de personas el pasado siglo. Si las guerras de religión del pasado sirven, según el ateo, de evidencia del componente pernicioso de los sistemas religiosos, entonces ¿qué deberíamos concluir a propósito de la naturaleza de los sistemas seculares, a la luz de las masacres que han propiciado? Los rabinos Dennis Prager y Joseph Telushkin han dicho:
Todos los horrores perpetrados en nombre de los ideales constituyen un testimonio trágico pero irrefutable del hecho de que el idealismo no basta y de que es indispensable, para alcanzar la paz, la justicia y la fraternidad universal, un sistema ético que obligue a cada individuo.
El sistema ético al que aluden estos autores es el aporte de la religión, específicamente la judía, que introdujo hace 3.321 años, por medio de los Diez Mandamientos, la obligatoriedad de la conducta ética.
Los más fundamentales valores liberales occidentales que muchos ateos hoy defienden con encono están arraigados en esos mandamientos. Que esto es un aporte de la religión, y no de las ideologías seculares, es un principio elemental con el que todo debate acerca de estos temas debería arrancar; o mejor aún quizás: terminar.
Julio Schvindlerman
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